El 2 de enero de 1889, justo el día en que Teresita cumplía 16 años –ya en el Carmelo y a ocho días de su toma de hábito—, escribe en una carta dirigida a su hermana Paulina (Sor Inés de Jesús) que es todo un portento de distinción entre el amor verdadero y el que surge de la pura emotividad (algo que confundimos prácticamente todos en nuestra oración y en la vida cotidiana):
Hoy más que ayer, si esto es posible, he sido privada de todo consuelo. Doy gracias a Jesús que encuentra esto bueno para mi alma, y tal vez, si me consolase, me detendría en estas dulzuras, pero Él quiere que todo sea para él… Pues bien, todo será para él, todo, aún cuando no sienta nada que poder ofrecerle, entonces, como en esta tarde, le daré esta nada… Si supieras qué grande es mi alegría de no tener ninguna para dar gusto a Jesús… Es la alegría refinada (pero no sentida)
El amor verdadero, el amor a Jesús y el amor al prójimo no exige más que la alegría del propio amor. No es complaciente. Solo busca darle a Dios y al hermano todo lo que somos. Si no “sentimos” nada, dar esa nada. Y con alegría. Sin necesidad de sentir algo. Una lección enorme del genio de Teresita… a los 16 años.
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