La noche de Navidad de 1886, cuando Teresita tenía 13 años, al volver de la Misa de Gallo con su padre y sus hermanas, “la fuente” de sus lágrimas “se secó” y se le concedió la gracia de salir de la infancia, “en una palabra: la gracia de mi completa conversión”. Ella misma confiesa que era muy llorona y mimada. Pero esa noche, Dios obró “un pequeño milagro”: al ver al Niño Jesús “débil y paciente por mi amor”, ella se volvió “fuerte y valerosa” A partir de ese día y hasta su muerte, corrió “una carrera de gigante”. Y esa carrera la volvió más cercana a todos, en especial a su hermana Celina (Manuscrito A):
La diferencia de edad ya no existía… Jesús … formó unos lazos más fuertes que los de la sangre. Nos hizo ser hermanas del alma.
La conversión de Teresita, esa Navidad de 1886 no fue un acto “solo para ella”, sino que encontró el camino del otro, en este caso, el camino de la comunidad espiritual con su hermana mayor de edad. ¿Buscamos nosotros, en nuestra conversión, en nuestra oración, ese camino de comunidad espiritual con los que nos rodean? La conversión, como nos lo enseña santa Teresita, o nos hace “hermanos del alma” con nuestros hermanos, o no es conversión.
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